NotMid 02/07/2023
OPINIÓN
ANA PALACIO
Pasada una semana, pocas son las claves que se despejan respecto del teatral golpe seguido por millones de espectadores en todo el mundo, cautivados por la sensación de asistir a un truculento reality show; conscientes al tiempo de que, entre bambalinas, alguien maniobraba con vidas y haciendas. Sin escrúpulo alguno. Ante la pasividad de los propios rusos. Más allá de lo que se vio, se acumulan, pues, innumerables preguntas. Una en particular nos interpela: ¿cuáles son las consecuencias para la guerra de Ucrania y para nuestra seguridad de lo que merecería calificación de astracanada cuartelera, si no fuera por las ojivas nucleares y los muertos?
En el juego de “matrioskas” (muñeca que oculta otra en su interior, y así sucesivamente) que tradicionalmente es la política en Rusia, la organización Wagner existe por, y hasta ahora para, Putin. “Dependía” -con la ambigüedad que al término infunde la voluntad omnímoda del zar, la naturaleza personalista del poder-, de tres instituciones también aparentemente controladas por el presidente -las Fuerzas Armadas, y las muy conocidas por sus siglas (dedicadas a la inteligencia) GRU y FSB-. Su intervención en la rebelión, de haberla habido, ha sido poco clara. La estructura maquinada por Putin se presiente hoy nido de escorpiones. Tal vez castillo de naipes. Habiéndose retractado previamente de castigar a Evgeny Prigozhin, líder despiadado del grupo paramilitar, Putin anteayer habló de perseguir a sus aliados, incluso si tales esfuerzos se complican por la penetración de Wagner en la élite rusa. La primera detención relacionable con estas consecuencias (aún sin confirmar) habría sido la del general Surovikin.
Prigozhin llevaba tiempo en un pulso contra la cúpula militar. Concretamente, contra el ministro de Defensa, Serguéi Shoigú, y el jefe del Estado Mayor, Valery Gerasimov. Un enfrentamiento agravado, tras la invasión de febrero pasado, por la creciente relevancia que han cobrado los hechos de armas del mercenario máximo y su ralea. Su relativa efectividad comparada con el ejército regular -que se desfondó literalmente en los primeros embates de la guerra- llevó a Wagner a la notoriedad dentro y fuera de Rusia: además de sus acciones bélicas, se viralizó su crueldad; asimismo, sus sermones en los patios de las prisiones que recorrió contratando criminales convictos de todo pelaje.
El jefe mercenario daba por inquebrantable su intimísima vinculación con el gran líder -forjada en la turbia etapa de iniciación pública del mandatario en San Petersburgo-, que parecía darle carta blanca en cualquier iniciativa. Irrumpió en escena como “cocinero de Putin”, así apodado porque su amistad lo llevó a regentar el catering de confianza de quien es consciente del peligro de la mesa, pues maestro en la utilización del veneno como arma política. Sin pelos en la lengua, en la reciente etapa, el flamante guerrero venía vociferando acusaciones de todo tipo de irregularidades, tropelías y miserias contra sus dos enemigos: apuntarse la victoria de Wagner en Bajmut; “[engordar] en sus oficinas de caoba” mientras los combatientes patrios morían; negarles la munición y apoyo requeridos. Y, principalmente, engañar a Putin sobre los avances de la campaña.
El discurso que dio el pistoletazo de salida al motín es otra cosa. Nadie se había atrevido a poner en duda la justificación victimista de la invasión machaconamente cebada al pueblo ruso por Putin. Los pocos que osaron disentir, como Vladimir Kara-Murza, dieron inmediatamente con sus huesos en la cárcel.
Por ello, las palabras de Prigozhin merecen el calificativo de incendiarias: un miembro -cualificado- del establishment se atrevió a denunciar, alto y sin tapujos, la falsedad de “la historia de que hubiera una agresión descabellada por parte de Ucrania, y que fueran a atacar[les] junto con todo el bloque de la OTAN”. Cuidando no mencionar nominalmente al presidente, afirmó que, contrariamente a los mensajes repetidos hasta la saciedad por el Kremlin, la guerra servía “no para desmilitarizar o desnazificar a Ucrania”, sino que “se lanzó por razones totalmente diferentes”. En el aire quedó que el desastre lo urdieron los peces gordos del ejército (por avidez económica y vanidad), en combinación con “algunos oligarcas”.
La contestación de Putin no se hizo esperar y fue, también, reveladora. En su alocución televisada el sábado (grabada, se dice, antes de su cuasi-confirmada huida de Moscú), tildó la sublevación de “puñalada en la espalda [del] país y [del] pueblo”. Estamos habituados a las referencias al Imperio, a las que el presidente vuelve sistemáticamente en sus trasnochadas lucubraciones, pero su identificación implícita con el malogrado Zar Nicolás II sorprendió.
Equiparó la situación desencadenada por Prigozhin a los prolegómenos de los desórdenes de 1917 que acabaron en el derrumbe del sistema. ¿Buscaba en la asociación con el trágico personaje, una reencarnación simbólica del zar, con la diferencia de tomar las decisiones adecuadas para no caer en el agujero negro de violencia que caracterizó aquellos años en los que “rusos mataban a rusos, hermanos mataban a hermanos”? Fue una perorata destinada a la masa ciudadana que conserva memoria colectiva de ese terrible periodo, y que se vio arrollada -durante los noventa- por la caída libre de su modo de vida tras la disolución de la Unión Soviética.
La falta de respuesta fue la tónica de la asonada. Entre los silovikì (la camarilla en la sombra) y las personas del común. No hubo destacables respaldos -ni clara oposición- a Putin, quien explota que la gente se aferra al statu quo ante el terror de lo desconocido.
Más allá de la “Operación Militar Especial”, Wagner concentra extraordinario valor para el Kremlin: internacionalmente, su labor centrada en África es puntal de la geopolítica moscovita, porque ésta se beneficia de su calidad de entidad independiente, reduciendo los costes de imagen -a corto plazo- asociados al trabajo “sucio” que desempeña, y sus muertos en los varios emprendimientos no computan en contra del régimen. El ambiguo proceso de desmantelamiento de Wagner -el martes, se comenzaron los preparativos para transferir equipo pesado mientras corrían las supuestas ofertas de Lukashenko para seguir actuando desde Bielorrusia, aunque Ucrania queda excluida- tendría consecuencias en cuanto a la irradiación de Rusia allende sus fronteras.
Este aspecto suscita la inquietud en unos y codicia en otros. Con ánimo de disipar dudas, el ministro de Exteriores -Serguéi Lavrov- insistió el lunes en que los acontecimientos recientes no afectarán a la relación de Rusia con “socios y amigos”, mencionando que el apoyo a República Centroafricana y Malí “seguirá”. Y es que, además de su definitoria intervención en Siria, la organización ha extendido sus tentáculos no solo en Malí y República Centroafricana, sino en Libia, Mozambique, Sudán, Burkina Faso, Camerún, Kenia, Madagascar… Wagner mantiene sobre el terreno tratos de seguridad que llevan aparejados lucrativos acuerdos económicos en el sector extractivo (petróleo, oro, diamantes, uranio y manganeso). Finalmente, Wagner ha sido instrumento eficacísimo para atizar, en el continente, el sentimiento anti-Occidental basado en los tropos del colonialismo europeo y el imperialismo americano.
Prigozhin ha resultado, ante todo, un torpedo en la línea de flotación del relato de Putin. Pinchó el mito de la guerra de necesidad, su inexorabilidad y justicia histórica. Socavó su explicación de lucha existencial contra el agresor americano disfrazado de Alianza Atlántica. Por otra parte, la vorágine ha hecho añicos la tesis de no humillar a Putin, por el riesgo de excitarlo, con consecuencias impredecibles respecto de la utilización del arma nuclear. Y esta tesis ha venido justificando la cicatería en el envío de determinados equipamientos calificados de ofensivos, o la tardanza en aceptar rotundas realidades, como la urgencia de la operatividad plena aérea.
Lo sucedido estos días pone de manifiesto que los avatares de Rusia tienen fundamentalmente su origen en Rusia misma (no obstante las prédicas putinianas de enemigo exterior empecinado en la destrucción del gran país). Y aunque cumple diferenciar entre la decadencia del régimen y su colapso, máxime cuando su historia acredita largas supervivencias en modo disfuncional, los eventos del fin de semana nos interpelan.
Se impone una proyección de futuro independiente de escrutar el hígado de las ocas para aprehender el estado de ánimo y las cogitaciones de Putin. La comunidad euroatlántica ha de mudar su proclividad a posponer o congelar decisiones, especulando sobre terceras derivadas de nuestros potenciales actos. Y atajar la expansiva quimera de una negociación de paz ya, mediada por éste o aquél, sustentada en el empantanamiento del frente, o en un “derecho” kremliniano a zonas subyugadas, inexistente por negador del Derecho. Hemos de adoptar posicionamientos realistas, proactivos y claros. España tiene una importante responsabilidad añadida, por ocupar a partir de hoy la Presidencia rotatoria de la UE. Es de esperar que el viaje sorpresa de Pedro Sánchez a Kiev, para iniciar el semestre “simbólicamente” junto a Zelenski, no derive en ilegítimo acto de campaña electoral.
Dicho lo anterior, mostrar determinación frente a la caja negra rusa tiene cita en Vilna el 11 de julio, en la próxima Cumbre de la OTAN.