China, un misterio insondable a ojos occientales, experimenta desde 1978 un proceso de reforma y apertura sin parangón en la Historia. Con Xi Jinping vuelve a los tiempos imperiales de Mao
NotMid 31/12/2022
ASIA
A ojos occidentales, China sigue siendo un misterio insondable en muchos aspectos. Se trata de una civilización con dos milenios de historia a sus espaldas, un esquema de pensamiento propio, y un desarrollo económico y político que ha seguido unos ciclos muy distintos a los de Occidente. Su historia reciente ha sido especialmente intensa y convulsa. Desde mediados del siglo XVIII (que para en la política china es antes de ayer), el país ha sufrido múltiples y fuertes cambios: una colonización parcial por parte de Occidente, el colapso del sistema dinástico, la invasión japonesa, una cruenta guerra civil, la proclamación de una República Popular (1949), tres décadas de comunismo-leninismo bajo el dominio de Mao Zedong, y un proceso de “reforma y apertura” sin parangón en la historia desde 1978 bajo la tutela de Deng Xiaoping que ha supuesto la mayor transformación económica que haya experimentado nunca un país en su historia. El auge político de la figura de Xi Jinping a partir de 2012, y su subsiguiente consolidación de poder, de la que el último congreso del Partido Comunista fue su último colofón, ha dado paso a una encrucijada en donde la liberalización económica parece haber chocado directamente con el ADN comunista-estatista de sus arcaicas estructuras políticas.
El holandés Frank Dikötter, uno de los académicos que más y mejor han estudiado la historia china en el siglo XX, con una trilogía formidable sobre el periodo Maoísta, explora ahora la China después de Mao, título de su último libro, centrado en el proceso reformista que ha experimentado el país desde 1978, en sus diferentes fases, para luego realizar uno sólido análisis sobre la china de Xi Jinping, una china ya convertida en poder global, más nacionalista y asertiva de lo que estábamos acostumbrados.
Deng Xioaping, una de las figuras políticas más importantes del siglo XX, se convirtió en líder de China en 1978 después de haber sido purgado por Mao hasta en dos ocasiones. Un caso similar al del actual premier Xi Jinping, cuya familia también formó parte de la élite de la revolución de 1949 para luego verse defenestrada durante los estragos de la Revolución Cultural. Ese año marca un giro en la política china sin el cual no es posible entender el país que ha deslumbrado al mundo con su progreso económico durante las tres décadas siguientes. Deng hereda un país destrozado económica, política y socialmente tras tres décadas de férreo comunismo-leninista: la antaño poderosa civilización, languidecía con un PIB per cápita inferior al de Camerún. Sin demora, el país realizó un poderoso cambio político abandonando la obsesión ideológica del marxismo del “hombre nuevo” y “el asalto a los cielos”, para adoptar un enfoque más pragmático. Se descentralizo el poder económico, se desmantelaron los sistemas comunales -que llegaron a sumar hasta 100 familias y que durante años estrangularon la productividad agrícola china-, se permitió la propiedad de pequeños terrenos y para operar negocios, y, de forma ordenada (por fases y regiones) se empezó abrir la economía al resto del mundo. Hacerse rico era glorioso, proclamó entonces Deng Xioaping; daba igual si el gato era blanco o negro, lo importante era que cazase ratones.
En pocos años, un país que, a principios de los 60s, literalmente, se moría de hambre, -se estima que durante el Gran Salto Adelante (el nombre que recibió el plan quinquenal que operó desde 1959 hasta 1964) murieron de inanición 32 millones de personas: la hambruna más mortífera en la historia-, se convertía en potencia exportadora. Durante los 80s y 90s, China se esforzó en atraer capital para poner a trabajar su abundante (y muy barata) mano de obra. El país se abría, económicamente hablando, de nuevo por primera vez desde la dinastía Ming que trasladó de forma célebre la capital desde la comercial Naking hacía el norte, a Pekíng, ciudad más aislada, en la que se construiría la Ciudad Prohibida.
Este proceso de reforma dejó al margen la política: el partido comunista seguía estando al mando, ahora convertida en una dinastía, marxista, no feudal, con unos complejísimos mecanismos de democracia interna, pero donde durante años han convivido en sana tensión diferentes clanes, algunos más aperturistas, otros más conservadores. A diferencia de Mao, Deng delegó funciones y estableció un mecanismo rotatorio en el liderazgo de las tres grandes instituciones políticas: Estado, Partido y Ejército, poniendo en todo un límite de dos mandatos. A su vez, el Estado tenía una estructura bicéfala con un presidente y un primer ministro. Un esquema que ha favorecido una cierta renovación de líderes: Jiang Zeming-Zho Rongji, Hu Jintao-Wen Jiabao, y finalmente Xi Jinping-Li Keqiang. Éstos dos últimos fueron los primeros en no haber sido elegidos directamente o contar con el beneplácito de Deng, el padre de la nueva China.
La china política y económica de hoy, no se parece en nada a la de principios de siglo, o la de finales de los años 70s. En poco tiempo, el gigante asiático ha pasado de representar menos de un 4% del PIB a suponer más de un 20%, con una estructura de capital que nada tiene que ver con la economía agrícola y pobre del pasado. Como en tantas otras ocasiones, el ciclo económico de China se ha desarrollado con un tempo muy distinto al de Occidente. En 2008, en pleno colapso financiero, la posición de solvencia de China era envidiable: el país tenía la deuda controlada, crecía a doble dígito, y tenía un saldo acreedor con respecto al resto del mundo, lo que le permitió a China ante la caída de la demanda externa empezar a experimentar con política de corte keynesiano de activar la demanda vía crédito barato. Los chinos realmente lo copian todo, también lo malo. Esta activación de políticas de demanda coincidió con un momento de menor ímpetu reformista, en parte por una mayor fragmentación política (utilizada con gran habilidad luego por Xi Jinping), en parte por un lento giro hacia posiciones más conservadoras y menos aperturistas.
Desde principios de 2010s, que el país empezó a incrementar su endeudamiento debido al descontrol sobre la gestión económica de muchos gobiernos locales, dedicados a tiempo completo a la especulación con el suelo y la corrupción. Fue el inicio de la gestación de la crisis inmobiliaria que hoy se enfrenta el país y que no es muy distinta a la sufrida por España (salvo por el hecho de que nuestra crisis la financiamos con préstamos internos, mientras que China paga su propia fiesta con el dinero de las exportaciones). Las corporaciones locales generaban onerosos recursos apalancándose contra los terrenos que ellas mismas recalificaban, y que los bancos, controlados también por el Partido, valoraban de forma muy generosa, activando multitud de desarrollos inmobiliarios de todo tipo y bajo la falsa creencia que el “inmobiliario nunca cae”. Una dinámica que además alimentó peligrosamente la corrupción aguas abajo del PCCh
Este deterioro económico e institucional, coincide con el auge político de Xi Jinping que supo capitalizar el enriquecimiento personal y familiar de sus adversarios políticos. Con la excusa de luchar contra la corrupción, y recientemente también con el pretexto de la amenaza sobre Taiwán o la crisis del Covid, Xi Jinping ha ido afianzando su poder en la doble estructura Estado-Partido, cargándose a cualquiera que pudiera hacerle sombra, y hasta el punto de saltarse la norma de solo dos mandatos y que supone una vuelta a la China “imperial” propia de los tiempos de Mao.
Esto ha dado lugar también a una China más nacionalista, más segura de sí misma, y mucho más asertiva en el ámbito de las relaciones internacionales, con una voluntad clara de ejercer su influencia en la amplia y estratégica región de Asia-Pacífico. Un auge político de China que coincide con un momento de cierta zozobra de liderazgo político en Estados Unidos y Europa y que ha supuesto un incremento muy notable en el riesgo geopolítico. Este preocupante “regreso al pasado” con tintes orwelianos (autor, por cierto, prohibido en la China de Xi Jinping) supone un retroceso en el tímido régimen de libertades de China al que siempre va aparejado un coste económico.
Agencias