Visita las ciudades liberadas por Ucrania a pocos kilómetros del frente en el que Rusia pierde a diario territorio ilegalmente anexionado
NotMid 30/10/2022
MUNDO
Evgeni tuvo que enterrar su pasado para poder conservar su presente y, de paso, aspirar a tener algún futuro. Este artillero metió su pasaporte militar soviético, luego el ucraniano, además de su uniforme y sus medallas, en una bolsa de plástico amarilla. Después, cavó un agujero en su jardín y todo lo escondió allí bajo varias paladas de tierra. Cuando llegaron los rusos, a los pocos días de comenzar la invasión, mantuvo un perfil bajo, trató de ser amable con ellos y acordó con su mujer que, en presencia de los chechenos, algunos musulmanes radicales, no abriera la boca.
Esa estrategia le ha salvado la vida a ambos, aunque aún teme que, desde la corta distancia a la que se encuentran, le lancen un cañonazo y los maten. «Yo trabajé en una base de misiles nucleares en la URSS, así que estoy en todas las listas negras. Es un milagro que no me hayan localizado», dice mientras prepara su pipa de tabaco.

La casa de Evgeni está en Velika Olexandrivka, o mejor dicho, lo que queda de ella. Google maps dice que esta ciudad se encuentra en la región de Jersón, a medio camino de Nova Kajovka, el objetivo militar ucraniano para desarbolar del todo a las tropas rusas. El problema es que sólo quedan ruinas, como en las ciudades y aldeas que atravesamos por una carretera llena de cráteres de obús.
Nos cruzamos con varios soldados ucranianos llegados del cercano frente. Nos saludan efusivos. Uno de ellos fuma atrapando el cigarrillo con los cinco dedos y dejando el chusco encendido dentro de la palma, como se hace en todas las guerras para evitar que el enemigo vea el punto rojo en medio de la noche. Slava Ukraini (Gloria a Ucrania), nos despedimos. Geroyam slava (Y gloria a sus héroes), nos responden. Tienen cara de cansancio, pero la moral alta.
APAGÓN INFORMATIVO
Somos los primeros periodistas que estos vecinos ven por aquí. Kiev decretó desde el verano un apagón informativo para que el enemigo no tuviera datos sobre sus operaciones. Este cierre acabó ayer con la entrada de cuatro vehículos por estas carreteras del infierno, incluido el nuestro.
Sabemos dónde llegaron los rusos porque dejamos atrás un cementerio de tanques y vehículos rusos de todo tipo cuyo color óxido pespuntea un horizonte azul de girasoles. A partir de ese punto, es tierra liberada por los ucranianos y también, tierra arrasada.
Rusia no sólo ha destruido ciudades en su invasión de Ucrania: ha devastado regiones enteras. Cuesta encontrar en la historia de los conflictos modernos un ejército con más tendencia al pillaje que las tropas de la Z. Tiendas, supermercados, hospitales, farmacias, escuelas, casas privadas, coches… Nada se respeta. Cuando algo ya es imposible de robar, simplemente se destruye. Es la vieja estrategia de tierra quemada, cuya fama promovieron Stalin o Hitler. Vemos vacas a las que han matado a tiros, por pura diversión.
Ucrania tardará años, incluso décadas, en poder repoblar de nuevo ese territorio devorado por las bombas, cuyas vainas a medio explotar aparecen por todos lados. Los tendidos eléctricos están por los suelos, las tuberías de agua, agujereadas, como los tubos del gas. El objetivo es claro. Vladimir Putin anexionó ilegalmente estos territorios, pero su intención es que los ucranianos huyan o se sometan a los ocupantes.
DE ESCUELA A CUARTEL RUSO
Entramos en el edificio de la escuela número uno, en su antigua denominación soviética, de Velika Olexandrivka, convertida desde el principio en el cuartel ruso. Las salas están destrozadas. Han usado los libros de la biblioteca para taponar las ventanas y han destrozado todo el instrumental pedagógico de los alumnos, desde los dos pianos de la clase de música hasta los telescopios del aula de ciencias naturales. En todas las aulas han dibujado la letra Z con spray. En una de ellas, además, alguien ha marcado la palabra «Wagner» en la pared, dando a entender que en esa misma clase se establecieron estos infames mercenarios. Karina, una oficial del ejército ucraniano de 24 años pero ya veterana del Donbás, asegura que ellos siempre usan las escuelas para atrincherarse en ellas «porque son los edificios más sólidos y tampoco tienen ningún problema en atacarlas».

Por las ventanas rotas entra el sonido del frente cercano. Casi todas las detonaciones de artillería son de salida, realizadas por las cercanas baterías ucranianas hacia las líneas rusas. A veces, de vuelta, los rusos responden y el estruendo es como si un tren de mercancías cayera desde el cielo.
Los rusos han cogido un mapa de la clase de geografía y lo han colgado sobre la pizarra. En él han trazado no sólo una leyenda para marcar los territorios ya conquistados por Rusia, sino unas líneas en las que muestran su intención de avanzar hacia Mikolayev y Odesa. Por desgracia para ellos, de la primera parten ahora las ofensivas ucranianas y la segunda, a estas alturas de la guerra, se ha convertido en una quimera. En otra pizarra dejan varios mensajes pidiendo perdón a los ucranianos: «Lo sentimos. Recibimos órdenes. Rusos y ucranianos somos hermanos». En otro cartel, menos amistoso, leemos: «Muerte a los yankis y a los anglosajones. Muerte a los judíos y a los eurogays [sic]».
Sólo queda un puñado de vecinos en la ciudad. Lidia y Mijailo permanecieron bajo la ley de los ocupantes ocho meses. Ahora llevan un poco de leña para calentarse en su chimenea, a la espera de un invierno que puede ser terrible.

La única tienda del pueblo es la de Alexei, un hombre que antes tenía dos almacenes llenos de material y ahora presenta todas sus mercaderías en una mesa, apenas unos botes de champú, lejía, cortaúñas, estropajo… Cuatro cosas para cuatro habitantes. Nos muestra su local, ocupado por los rusos, de nuevo decorados con la Z por todos lados, camas robadas y tendidas en el suelo, ropa a jirones, basura y restos de comida de campaña. Las galletas aún están crujientes. «Si queréis encontrar crímenes como los de Bucha, este no es el sitio», dice el tendero. «Aquí los ocupantes rusos no eran tan violentos con nosotros. Los que pusieron aquí su checkpoint eran de Daguestán, pero nos advertían de que si venían los rusos sí que lo pasaríamos mal, porque los rusos creen que todos somos nazis», cuenta Alexei.
No tiene tan buena opinión Sergei, un policía ucraniano que fue detenido y torturado en varias ocasiones durante la ocupación. Resulta difícil hablar con él sin que la voz se le quiebre:
– ¿Qué es lo que buscaban en esos interrogatorios?
– Buscaban mi arma reglamentaria y las de mis compañeros.
– ¿Y se la entregaste?
– Ellos me dijeron que si no se la entregaba, mi mujer, que estaba embarazada, paría en la calle como una perra. Yo les entregué mi pistola, pero aun así mi esposa tuvo que tener a mi hija en nuestro sótano, sólo asistida por mí.
A media tarde tres aviones ucranianos MiG29 nos pasan por encima a baja cota camino del frente. Pertenecen a la misma fuerza aérea que Putin aseguró haber destruido el tercer día de la guerra, pero los cazas siguen en vuelo, ablandando las posiciones rusas a las que ya se han incorporado los reclutas civiles de la gran leva en Rusia. Nadie espera nada de ellos, ni siquiera sus propios oficiales, que no les han provisto del equipo más básico, ni de ropa de invierno, ni de entrenamiento.
Putin puede estar jugándose la guerra en Jersón. En una posición precaria a la orilla oeste del río Dnipro, con la logística dependiendo de barcos y bajo el fuego ucraniano, Rusia tratará de clavarse al terreno y resistir, al menos en la capital, la única que ha conseguido conquistar. Pero los ucranianos acuden al frente cantando al poeta Taras Shevchenko: «¿Te asustarás, amor mío, si nos volvemos a ver?»
Agencias