Durante años, Elcano fue olvidado por ese olimpo histórico, sepultado por la carismática figura de Magallanes
NotMid 14/07/2022
OPINIÓN
CARLOS MAYORAL
Canallas, prófugos, bandidos y maleantes. Eso es lo que debió encontrarse Elcano al levantar la vista desde la estrechez de la nao Concepción, de la que había sido nombrado maestre. Los ojos de la historia no se habían fijado en él. La gloria de aquella expedición suicida estaba reservada para otros, quizás para el propio Fernando de Magallanes, o para Juan de Cartagena, o Luis de Mendoza, tanto da. En un mundo de forajidos, las capas altas de la sociedad castellana de entonces estaban muy bien diferenciadas. He ahí la primera virtud de nuestro protagonista: supo entender bien cómo cruzar el puente entre ambos estratos sociales.
Aunque quizás la mayor virtud de Juan Sebastián Elcano fuese la prudencia. En ese mismo mundo del que hablábamos antes, donde las palabras honor, patria, rey o dios movían al hombre hacia cualquier abismo, el vasco supo pensar libremente ante las adversidades de una hazaña sin precedentes, y adecuar la conducta para no recibir perjuicios innecesarios —libre actuación que, por cierto, no consiguió Magallanes—. Supo huir cuando hubo que huir, supo pelear cuando hubo que pelear, supo someter a votación las decisiones que hubiera podido acaudillar, y no es casualidad que liderase a los dieciocho desarrapados que llegaron con vida a Sanlúcar.
Este ocho de septiembre se cumple medio milenio de aquella escena. Aquel día, pero de 1522, Elcano levantó la vista y esta vez vio las costas españolas donde antes asustaba el océano, la estrechez de la nao Victoria en lugar del aprieto de la Concepción, héroes moribundos donde antes había chusma ilusionada, y por supuesto gloria donde antes había incertidumbre. Habían alcanzado puerto español, habían completado la hazaña, habían escrito en los renglones de la historia gracias a ese mismo que nunca los supo leer, a ese mismo Elcano repudiado, hijo de pescadores, un tipo humilde entre apellidos ilustres.
«Juan Sebastián Elcano fue un proscrito, un maldito a quien la memoria colectiva despreciaba»
Hace unos años me preguntaron en una entrevista vía podcast cuál era el personaje histórico español más representativo. Dije, de manera rápida, que si había un español universal ese era Cervantes, pero entre los nombres que fugazmente cruzaron por mi respuesta recuerdo a Colón -españolizado-, a Isabel de Castilla, a Cortés o a Alfonso el Sabio. No hizo ni amago de aparecer ese peculiar nombre que hoy protagoniza este texto, un Juan Sebastián Elcano que puede mirar al rostro de estos hombres ilustres sin despeinarse.
No me culpo. Durante años, Elcano fue olvidado por ese olimpo histórico, sepultado por la carismática figura de Magallanes, el motor ideológico del asunto que, sin embargo, no tuvo ni la capacidad de mando ni la templanza en las decisiones que sí demostró el de Guetaria. Las grandes obras, véase la notable narración de Zweig sobre la expedición, apenas citan al secundario que acaba imponiéndose a las circunstancias. Fue un proscrito, un maldito a quien la memoria colectiva despreciaba.
Por suerte, y en gran parte gracias a la sociedad civil, ese viejo estigma empieza a desaparecer. Hoy ya la mayoría de los relatos en torno a la hazaña reflejan lo que verdaderamente ocurrió, es decir, que hubo un artífice teórico y un artífice práctico, y que los galones de ese último honor los porta, menos orgulloso de lo que debería, el vasco Juan Sebastián Elcano. También que, gracias a ellos, a esa banda de sacamantecas que abren el texto en su primer renglón, el ser humano tuvo por primera vez constancia de los límites de su mundo, y Occidente, en concreto, de la anchura de un mar desconocido, de las especies que lo rodeaban, de las vidas que lo poblaban. El planeta quedaba conectado, las relaciones comerciales establecidas, la globalización renacentista instituida. Honremos a su principal artífice como merece.
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