En un país que amarillea de envidia acaso Nadal sea el último eslabón compartido
NotMid 08/0772022
OPINIÓN
JULIO VALDEÓN
Lo de Rafa Nadal es ya una Kermés heroica, dinamita para los libros de historia, pasto de trovadores. Trajo de vuelta, multiplicadas, todas las infancias que vivimos, e incluso las que no, desde los tours de Indurain y Perico al Buitre contra Dinamarca en México y hasta los goles de Gento. Lo contemplamos por vez primera hace veinte años, poniendo contra las cuerdas a un Federer alucinado. Años más tarde ofrecieron el partido de todos los partidos, cuando acarician el corazón del miedo durante cinco horas. Roland Garros es su coto privado, pero en Wimbledon se convirtió en Kanbei, el líder de los siete samuráis, pastoreando la rebelión de los últimos guerreros frente el soez chapapote del tiempo y los bandidos.
Nadal, último hombre entre los niños, alcanza el viernes comido por el zarpazo abdominal, después de unos cuartos como un Annapurna en invierno. Juega por el placer caníbal de retarse, igual que los caballeros de la antigüedad coleccionaban mandíbulas de dragones. Si hubiera vivido en el XVI habría caminado junto a Álvar Núñez Cabeza de Vaca por el desierto. El miércoles ganó como acostumbra. Contra pronóstico y contra los médicos. Contra su propio pie y contra el atribulado criterio del padre, que le aconsejó retirarse. Gana frente a unos rivales que compiten para que el cabrito les remonte en estampida y contra la opinión de que el deporte equivale a una novela de Paulo Coelho, empapuzada de moralejas con purpurina. Nadal vence como caza el leopardo. Sin concesiones a la disentería emocional. Lo contrario, hacerse el lila o jugar por jugar, o sostener que la derrota es más bella que la victoria de Samotracia, demuestra unas ínfulas incompatibles con el respeto entre iguales.
En un país que amarillea de envidia acaso Nadal sea el último eslabón compartido. Manuel Vazquez Montalbán, al que tanto quisimos hasta que terminó a sueldo de la socioconvergencia, había cifrado el vínculo colectivo en el Corte Inglés y la Liga de fútbol. Pero sólo porque no asistió a las victorias del tenista. A Nadal le apasiona el Madrid, su Fundación y ayudar a los críos. Conduce un Maserati pero ni los veintidós Grand Slam ni la fanfarria colectiva le han volado la cabeza. Con 19 años le dijeron que no volvería a jugar y, lejos de la autoayuda, siguió el camino del bushido. Nunca se creyó especial o acreedor de privilegios. Quizá por eso lo odian algunos cutres, convencidos de que el mundo les debe algo. El resto le estaremos eternamente agradecidos por defender una alegría inaugural, que sólo conocíamos por un puñado de canciones y besos.
ElMundo