No se encontrará en un pueblo de Toledo lo que tampoco se encontraría en un templo de Yakarta
NotMid 01/05/2022
OPINIÓN
JORGE FREIRE
Mañana estelar en el supermercado. En mi mano, un manojo de Espárragos Sócrates. ¿Espárragos Sócrates? Eso ponía en la etiqueta. En la parte superior, a modo de copete: «A la memoria de Immanuel Kant». En medio, el escudo heráldico de la familia Quiñones. Como diría Papuchi, raro, raro, raro…
Contaba con 25 años y no sabía qué hacer con mi vida. Pensaba iniciar el doctorado y me preocupaba que la leche de la filosofía, por decirlo con Shakespeare, se me terminase agriando entre papers y notas al pie, al arrimo de covachuelistas y tiralevitas.
Pero tampoco tenía mucho donde elegir. Ese año había trabajado como teleoperador y como recogedor de tiques. Y ahora blandía unos espárragos dedicados al filósofo del Ática y consagrados al sabio de Königsberg. ¿Sería una señal?
Me puse a huronear por internet. La fábrica estaba en Camuñas, provincia de Toledo. ¿Y si me presentaba allí? Ni corto ni perezoso, tomé el portante y me acerqué al intercambiador de Plaza Elíptica. Decidido: seguiría los pasos del maestro ateniense, aunque tal cosa me llevara a un campo de hortalizas.
Cogí un Alsa hasta la ciudad del Greco. Allí tomé otro autobús, que en poco más de una hora dejaba en Camuñas. Íbamos unas diez personas. A mitad de trayecto, apenas dos. A lo lejos se veía campo abierto. El bus pasó por una ringlera de solares. Tenía como referencia una rotonda colosal. Vi algo parecido a ello y pulsé el stop. Marré la parada bajándome antes de tiempo. Debía de estar por Villafranca de los Caballeros, aunque a saber…
Emprendí el camino encomendándome al Dios kantiano. Recorrí a paso de carga unas vías muertas. Rebasé un erial, salvé una quebrada y me cagué en la puta de oros. Avancé entre escombreras, en animada conversación con el daimon socrático, que aguantaba estoicamente mis improperios.
Llevaba trapaleando un buen rato, bajo un sol de justicia, cuando un coche apareció a lo lejos. Lo detuve con un movimiento de brazo. Le pregunté por la fábrica de espárragos y me miró con extrañeza. ¿Es que no sabía que era domingo?
Volví cornigacho a Madrid. La escapada había sido un desastre. Seguí con mis ocupaciones como si nada hubiera pasado. A nadie dije ni mú. Tres o cuatro días después acudí a una exposición de una pintora francesa en la galería Modus Operandi. ¿Quién me iba a decir la sorpresa que me esperaba?
La gracia del viaje es que no sabes si verás a Sócrates por la calle, si el camarero te escupirá en el plato o si te sacarán a hombros en la becerrada local. Imposible es decir qué va a ofrecerte Camuñas antes de mezclarte con Camuñas. Sea como fuere, lo mejor no me lo iba a dar el viaje, sino el tornaviaje.
Estuve un rato charlando con Manolo Marqués, dueño del espacio y buen amigo mío. Cuando pensaba marcharme, éste me presentó a un hombre de mediana edad que contemplaba absorto uno de los cuadros. «Este es José Francisco Quiñones -me dijo-, dueño de los Espárragos Sócrates. A lo mejor los has visto por ahí».
Me quedé de piedra. Quiñones, al parecer, era un agricultor muy interesado en las nuevas prácticas ecológicas que no solo se dedicaba al espárrago, sino también al ajo negro. Pregunté, con fingida indiferencia, qué pintaba Sócrates en todo aquello.
La respuesta no cabe en este artículo. Digamos que la infancia de Quiñones había sido ímproba. Después de pasar por el orfanato y endurecer la piel (a la fuerza ahorcan), consiguió desasnarse a fuerza de autodidactismo. Y un buen día, en plena adolescencencia, cuando todavía era un muchacho aliquebrado y renqueante, cayó en sus manos la Crítica de la razón pura.
No salía de mi asombro. ¿Cómo un chaval sin formación había hincado los dientes en la dura miga del idealismo alemán? La conversación se prolongaba y yo iba tomando la medida al personaje. Quiñones había memorizado a todos los clásicos, había alternado con Jünger y había introducido en España la agricultura biodinámica. En otro país habría inspirado películas y aquí era un indiferente desconocido que cuidaba de su huerto, como Cándido. Mejor así.
Decidí en ese momento que no haría el doctorado. No sería uno de esos doxógrafos apolillados para los que la filosofía es una reliquia de museo a preservar, por la que componer mohínes y firmar manifiestos; uno de esos anticuarios que no pueden vivir sin sus tratados, como el mago Próspero, porque ahí guardan sus encantamientos, y sin los cuales son tan tontos como el esclavo Calibán. Tenía que vivir filosóficamente.
Puse flores en la tumba de Academo y me despedí del campus para siempre. ¿A qué malbaratar el talento entre cobistas y aduladores? Curiosamente, otro de mis compañeros de promoción llegó, al hilo de esas semanas, a una conclusión pareja. Juan Carlos Buzón hoy descuella como filósofo extramuros de la docencia, al frente de una casa de videojuegos de temática filosófica.
Fue un viaje a ninguna parte. Solo un memo necesita coger el avión y plantar los reales en la Selva Lacandona para dar consigo mismo. Ni a los lestrigones ni a los cíclopes / ni al salvaje Poseidón encontrarás / si no los llevas dentro de tu alma. Eso dicen los versos de Kavafis. Ni en Ítaca, añado yo, ni en Camuñas. Noli foras ire…
Lo ajeno es extenso como una selva; lo próximo, intenso como una hoguera. El centro de Madrid y el de Bangkok te ofrecen Pizza Hut. El libro más exótico del año pasado es un ensayo de Iñaki Domínguez sobre los macarras de su barrio. Son cosas que no entiende el turista de aventura, para quien no existe lo ajeno, sino lo extraño.
¿Hay algo más enigmático para el turista que sí mismo? Vaya donde vaya, se siente un robot recién aterrizado en Marte, como Arnold Schwarzenneger en Desafío Total. Tanto da que pruebe la ayahuasca o que suba al Kilimanjaro: en cuanto máquina sin alma, nada halla en su interior. De ahí que, por un fenómeno de proyección, se marche a las Quimbambas a conquistar lo desconocido.
El título de este artículo está escrito en imperativo. Si solo cabe la extra-vagancia (andar sin rumbo y perderse fuera) y la di-versión (verterse y derramarse al exterior), no se encontrará en un pueblo de Toledo lo que tampoco se encontraría en un templo de Yakarta. Si hay anábasis no hace falta traslocación. Los mejores viajes llevan al centro de uno mismo.
TheObjective