La Europa de nuestros días empieza a ser acorralada por una marea de uniformes nacionalistas frente a la cual los restantes partidos no ofrecen más alternativa que la negación
NotMid 24/04/2022
OPINIÓN
ANDREU JAUME
oy los ciudadanos franceses están convocados a la segunda vuelta de las elecciones presidenciales y, según los sondeos, una gran mayoría de ellos va a salir a votar contra Le Pen. Se trata de un fenómeno cada vez más habitual. Las democracias se están convirtiendo en un ejercicio de negación y de resistencia frente a un mal mayor que, en cada convocatoria, gana más fuerza y conquista más respaldo. En Estados Unidos, los últimos comicios también fueron una llamada a desalojar a Trump de la Casa Blanca, sin que importara demasiado el programa del candidato demócrata. En España la izquierda está sobre todo preocupada por aislar a Vox, pero en cambio pacta sin remordimientos con Bildu o Esquerra, cuando todos ellos –Vox, Bildu y ERC– son partidos nacionalistas que no creen en el vacío común de la democracia. No tiene mucho sentido negar retóricamente algo cuando la propia afirmación se alía y se confunde con la misma destrucción que pretende combatir.
¿Hasta cuándo puede aguantar un sistema político a la defensiva? Si la negación se convierte en el único contenido del voto es imposible que la ciudadanía perciba a sus representantes como agentes constructivos. Pasado el susto por el aullido del lobo, las decepciones y las preocupaciones por el estado calamitoso de la cosa pública se harán cada vez más candentes y dolorosas. Amigos franceses comentaban estos días que Macron, aunque gane, tendrá serias dificultades para llevar a cabo sus políticas debido al escaso poder ejecutivo que le quedará en las próximas elecciones legislativas. ¿De qué habrá servido entonces la negación simbólica si no ha ido acompañada de una afirmación en materia de leyes y reformas?
Macron quedará, en el mejor de los casos, como un presidente elegido de urgencia, sin un partido consistente a sus espaldas, con una gran parte de la ciudadanía en contra que se lanzará a las calles a la primera de cambio para expresar, de forma cada vez más violenta, su descontento, es decir, su negación, la misma que le llevó a elegir como Jefe de Estado a un político que en realidad representa, en virtud de un trasvase simpático, a la candidata a la que ha impedido alcanzar el poder. Porque si la democracia parlamentaria se convierte solo en la expresión de una negación, al final la afirmación acaba encarnándose en el oponente. Y gracias a eso, el enemigo da cada vez menos miedo.
El 14 de septiembre de 1930 tuvieron lugar en Alemania las elecciones federales que conformarían la sexta y convulsa legislatura de la República de Weimar. En esa ocasión, el Partido Socialdemócrata (SPD), aunque perdió diez escaños, consiguió imponerse gracias a un único eslogan: «Contra la esvástica». Por su parte, el partido nazi encargó por primera vez su estrategia electoral a Joseph Goebbels, que decidió centrar el debate en las cuestiones económicas y patrióticas, resaltando su anticomunismo y su anticapitalismo –recordemos que el estadio final del nazismo, según Hitler, suponía la abolición de la propiedad privada– y relegando a un segundo plano el antisemitismo. El resultado fue un espectacular ascenso de ciento siete escaños, noventa y cinco más que en las anteriores elecciones. Los partidos que aún creían en la República, con el SPD a la cabeza, habían desatendido todos los problemas reales para concentrarse en negar a los nazis, que tan sólo tuvieron que disimular durante un tiempo su ferocidad para convertir esa afrenta en un contenido positivo.
En la ceremonia de apertura del Reichstag, en octubre de aquel año, los diputados del Partido Nacionalsocialista Obrero Alemán (NSDAP) se presentaron en la cámara vestidos con sus camisas marrones, violando ostensiblemente la prohibición prusiana de llevar uniformes asociados a una ideología. Simbólicamente, esa transgresión suponía de hecho la invasión de un contenido natural en el vacío común de la democracia, descuidado por quienes tenían la obligación de preservarlo. Aquella legislatura no fue más que una sucesión de gobiernos débiles sin apoyo parlamentario que terminó con el encumbramiento de Hitler y el desmantelamiento de la República de Weimar.
La Europa de nuestros días está empezando a ser acorralada por una marea de uniformes nacionalistas frente a la cual los restantes partidos no ofrecen más alternativa que la negación. El odio que Macron despierta entre una buena parte de la ciudadanía francesa es muy elocuente. Los gobernantes son capaces de ganar gracias a una determinada coyuntura publicitaria, pero luego no pueden llevar a cabo su acción, que necesita tiempo, consenso y contenido. En ninguna parte se escucha pensamiento político arriesgado acerca de qué deberían hacer las democracias del siglo XXI, más allá de defenderse del populismo y las tentaciones del capitalismo salvaje sin libertades. Macron ganó hace cinco años con un discurso integrador, europeísta y luminoso que hoy se ha convertido en una petición de voto desesperada y angustiosa frente a una propuesta totalitaria –Le Pen como mensajera de Putin– que no tiene una respuesta convincente y articulada con la sociedad. Por ese camino, el voto de salvación provisional puede acabar convirtiéndose en el uróboros que ahogue a las democracias.
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