Pese a que el PP vive la crisis más estrepitosa de su historia, el autor sostiene que ha mirarse con optimismo «porque hace tiempo que era necesaria». Queda tiempo para recomponer y relanzar el partido
NotMid 03/03/2022
OPINIÓN
ALFONSO ALONSO
En Medicina, la palabra crisis implica un cambio brusco en el curso de una enfermedad, pero no necesariamente para mal. Galeno la definía como un «cambio rápido en la enfermedad hacia la salud o hacia la muerte». En el lenguaje político, las crisis se entienden mayoritariamente en su acepción negativa, pero no es insólito que anticipen el nacimiento de un nuevo proyecto.
El Partido Popular está viviendo, si no la crisis más profunda de su historia, sí al menos la más estrepitosa. Son momentos de tensión, de incertidumbre, de alineamientos, lealtades y traiciones, una alborotada convulsión. Y, sin embargo, más allá de sus efectos personales, hemos de mirar esta crisis con optimismo, porque hace tiempo que era necesaria. El detonante ha sido un episodio poco edificante en la lucha por el control del partido en Madrid, pero los síntomas del deterioro del proyecto de Pablo Casado son previos. El ataque contra Isabel Díaz Ayuso se ejecutó con asombrosa torpeza y malas artes, pero es la debilidad previa de la dirección nacional la que explica su rápido fracaso y que militantes y electores no tardaran en decantarse. Ayuso se defendió, porque debía, pero desveló también que el rey estaba desnudo, que no había cuajado, que su discurso no era reconocible. En ese sentido, se puede calificar la crisis de oportuna. Queda tiempo para recomponer y para relanzar al partido antes de las próximas citas electorales.
Una crisis, pues, necesaria y oportuna, pero que como todas amenaza la vida del paciente, en este caso la de una institución central de la democracia española. No todos los partidos revisten carácter sistémico. En España, dicho estatus sólo lo alcanzan los dos grandes partidos y alguno de alcance regional. Un PP a la deriva privaría a España de la posibilidad real de alternativa. Los enemigos de nuestra democracia lo ven con nitidez: «La crisis del PP es la crisis del régimen constitucional» (Otegi dixit). Por tanto, interesa a todos la sanación del enfermo, no solo a los militantes del PP o a quienes lo vienen votando. Pero ¿de qué estaba enfermo? ¿Y qué se puede esperar después?
El equipo de Pablo Casado accedió al poder a través de un peculiar sistema de primarias de doble vuelta. El proceso derivó en un enfrentamiento que dividió al partido y lo arrastró a una lógica de ganadores y perdedores. En lugar de trabajar por la integración de las distintas sensibilidades, aunando la ilusión de una nueva generación con la experiencia de quienes habían dirigido antes el partido y el gobierno, se aplicó una suerte de derecho de conquista que prescindió de muchos de quienes habían apoyado otras candidaturas. El partido se hizo más pequeño y la posibilidad de debate interno fue constreñida. Las energías se enfocaron en renovar las estructuras territoriales del partido bajo el criterio determinante de afinidad a la nueva dirección. Se quebró aquel principio defendido por Loyola de Palacio que nos recordaba que unidad no significa uniformidad.
Esta visión introspectiva no se limitó a las personas. El debate de ideas fue derivando hacia una obsesión identitaria, un querer definirse permanente, como que hubiera que acrisolar la pureza de las convicciones propias cada día. En nombre de las esencias ideológicas «sin complejos» se renegó de una etapa anterior que se consideró meliflua en la reivindicación de los principios del PP, sin medir las consecuencias de secundar un discurso doctrinario que ya tenía su propio partido en ciernes. El legado de los gobiernos de Mariano Rajoy fue visto más como una carga incómoda que como un aval de buena gestión para el futuro.
Esa pérdida de referentes no fue sustituida, no se atisbaba nada ni remotamente parecido a un «gobierno en la sombra». Se extendió la sensación de que faltaba equipo, la imagen de solvencia técnica y de previsibilidad que siempre había definido al PP se diluyó en un proponer desarticulado y a menudo contradictorio.
Durante estos años se ha producido un divorcio con gran parte de la base electoral del partido, que no ha visto en este mal llamado nuevo PP la capacidad de conformar una alternativa real al Gobierno del PSOE. Los cambios de rumbo y la falta de criterio y decisión en asuntos de suma importancia han evidenciado la debilidad de un partido que no se mostraba a la altura de ostentar la categoría de principal fuerza de la oposición. El rechazo sin argumentación, por ejemplo, de la reforma laboral que hizo el PP, apenas retocada por el acuerdo de la patronal y los sindicatos, con la posterior agravación del error en la votación, desaprovechó la oportunidad de demostrar el propio legado político.
Una vez realizado el diagnóstico toca determinar el tratamiento. Y es ahí donde se atisba otro futuro. Para eso, basta con que el PP se parezca al partido que fue capaz de concitar mayorías absolutas y sacar a España de algunas de las situaciones más comprometidas de su historia reciente.
En primer término, para ampliar la base electoral es imprescindible ensanchar las bases del partido. Restañando heridas, erradicando celos y desconfianzas, sin excluir a nadie ni ajustar cuenta ninguna. El congreso que viene no puede repetir los errores del anterior. Un gran pacto es irrenunciable y el mandato es construir una candidatura de unidad, que refleje con sinceridad y sin temores las distintas maneras de sentirse parte del proyecto. No es momento de votar unos contra otros, de jugársela a cara o cruz, sino de demostrar que somos capaces de acordar. No hay mejor carta de presentación que acreditar que también en casa nos guiamos por el diálogo, la generosidad y la búsqueda de consensos.
El pacto ha de ser también entre generaciones. Los más jóvenes tienen derecho a desplegar su carrera con plenitud de oportunidades, sin que esto suponga desechar el talento contrastado. El PP no puede permitirse ningún tipo de adanismo. No somos nuevos, acumulamos una tradición de la que nos podemos enorgullecer. Hemos luchado y sufrido. Hemos cometido errores. Pero no reneguemos de nosotros mismos. Digamos antes que hemos sido capaces de aprender. Buscar el mérito y el talento nos dotará de referentes reconocibles en los principales asuntos, para hacerlos funcionar como un equipo con un propósito común. En definitiva, gobernar el partido como gobernaríamos España, buscando a los mejores.
La mirada ha de volverse hacia la sociedad. Nuestras peleas no aportan nada. Quizás unos serán más o menos de derechas, se sentirán más o menos liberales o conservadores, vivirán con mayor o menor intensidad el apego a su territorio, pero no ayuda nada andar continuamente haciendo profesión de nuestra fe. No hemos venido a la política a prestar testimonio. Estamos aquí para ser útiles a todos los ciudadanos, sin diferencias ni distinciones. Una visión pragmática, sin sentir complejos de ser prácticos, intentando siempre comprender que la realidad es compleja y que nadie puede arrogarse el monopolio de la razón.
La sociedad nos ha dado su confianza cuando le hemos ofrecido un liderazgo tranquilo, sin estridencias, pegado a los problemas de la gente. Estoy convencido de que Alberto Núñez Feijóo reúne todas las condiciones que requiere este tiempo nuevo. Se diría que su carrera, su vocación política, han estado siempre orientadas a este momento, que toda su vida no ha sido sino la preparación para esta responsabilidad. Será presidente del gobierno de España. Acertó en el pasado y acertará en el futuro.
Pienso en Pablo Casado, de quien puede que injustamente resaltamos solo los errores, y creo que podremos recordarle por este último acto de generosidad. Sé bien lo que es. Pero la vida es generosa con quienes se conducen con generosidad. La crisis es dolorosa, pero conduce a la curación del paciente. Ha sido tal vez una de nuestras horas más amargas, pero lo importante es que podamos decir que de nuestras flaquezas sacamos la fuerza para darle a España la alternativa que necesita.
ElMundo