El último hito de degradación democrática tuvo lugar ayer en Ginebra. Se consumó el sometimiento voluntario del Gobierno a una fiscalización extraparlamentaria de sus negociaciones con Puigdemont
NotMid 03/12/2023
EDITORIAL
La Constitución que hizo posible la democracia y asentó los valores de la convivencia en España cumple este próximo miércoles 45 años. “Lo que está en juego en nuestro país es que la degradación progresiva de las instituciones nos puede llevar a comprometer la prosperidad futura”, escribía hace una semana en EL MUNDO el economista Ignacio de la Torre. La pérdida de calidad democrática, como consecuencia de la falta de estabilidad y las decisiones cortoplacistas que se adoptan en una determinada etapa, necesariamente influye en las aspiraciones de progreso de las siguientes generaciones. Y viceversa.
A esa naturaleza intergeneracional del Estado, que se alimenta de las conquistas de diferentes épocas, dedicó el Rey su magnífico discurso durante la solemne sesión de apertura de la legislatura: “Para afrontar el futuro con confianza, para afrontar una época de grandes cambios y transformaciones, nuestros jóvenes precisan de un marco democrático -como el que representa la Constitución- que les permita convivir y prosperar en libertad, y necesitan recibir una España cohesionada y unida en la que puedan desenvolver sus vidas y proyectar sus ilusiones”. Esto es: reivindicar el espíritu de la Transición no como ejercicio de “nostalgia”, sino como reafirmación del “alma de nuestra democracia”, punto de encuentro entre los diferentes e invocación del deber moral de preservar los tres pilares del “Estado social y democrático de Derecho”.
El periódico informaba ayer de un estudio que sitúa a España en la lista negra de los países con más recelo entre los jóvenes hacia sus representantes políticos: el 80% de los menores de 30 no se percibe escuchado. En el sondeo que publicamos hoy de Sigma Dos, un inquietante 40% en esa franja de edad asegura sentirse poco o nada representado por la Constitución. Así ocurre cuando la productividad en España se encuentra estancada desde hace más de dos décadas, el paro juvenil sigue a la cabeza de Europa, las políticas del Gobierno encarecen el acceso a la vivienda y el Estado compromete sus recursos en el sostenimiento de las pensiones, mientras abandona la formación del capital humano. El país se enfrenta a los grandes desafíos de nuestro tiempo con la discusión pública secuestrada por las obsesiones egoístas de una minoría antisistema y un muro levantado para impedir acuerdos en torno al interés general.
Pero más probable es que esa desconexión generacional esté vinculada con la ausencia de patriotismo constitucional y de apego a los elementos de cohesión nacional que se transmiten desde el liderazgo político gobernante, precedentes del proceso de acelerada erosión del Estado de Derecho por el que peligrosamente nos deslizamos. La semana ha sido una sucesión de señales de alerta que en cualquier otro momento habrían despertado escándalo si la opinión pública no hubiese naturalizado el estado de permanente excepcionalidad en el que Pedro Sánchez se apoya para justificar su urgente necesidad de colonizar los contrapesos.
La sesión de apertura de la legislatura se inició bajo el estupor que provocó el discurso de la presidenta de las Cortes, Francina Armengol, el primero que no mereció el aplauso de cortesía de la oposición democrática por su palmaria ruptura de la neutralidad institucional, al subrayar la vocación plebiscitaria y sectaria de la mayoría plurinacional. El Consejo General del Poder Judicial, que mañana cumple cinco años con el mandato prorrogado, declaró “inidóneo” al fiscal general del Estado por la “utilización espuria” de sus funciones para ascender con “desviación de poder” a su amiga Dolores Delgado. Y el flamante ministro de los tres poderes se estrenó en Bruselas con un rotundo desmentido que confirmó la preocupación de la Comisión Europea con la Ley de Amnistía.
Ahora bien, el último hito de degradación democrática tuvo lugar ayer en Ginebra, cuando se consumó el sometimiento voluntario del Gobierno de España -no del PSOE: los acuerdos que se alcancen necesitarán impulso del Consejo de Ministros- a una fiscalización extraparlamentaria por parte de una figura extranjera de sus negociaciones con el prófugo Carles Puigdemont. La cita vino precedida de una patética teatralización del secretismo protagonizada por Santos Cerdán y Míriam Nogueras, que acudieron al encuentro pretendidamente confidencial con atuendo informal, como si lo hicieran a escondidas, pero a cara descubierta y en un vuelo ordinario de Iberia que viajaba lleno.
Se trata, en realidad y nuevamente, de hacer ostentación del escarnio institucional, que se completa con la designación como verificador de un salvadoreño que al parecer participó en las negociaciones del Gobierno de Colombia con la guerrilla terrorista de las FARC. Este cuajo es la herramienta del PSOE para disimular su propia debilidad. Y para Junts es la oportunidad de exhibir continuadamente la “cabeza de caballo” que Puigdemont ha convertido ya en el epítome moral de la legislatura. La expectativa de un “acuerdo de paz” que desborde por completo el marco constitucional queda ya permanentemente abierta. El empeño desde el corazón del poder en rebajar la imagen exterior de España a la de una democracia imperfecta con un conflicto de identidad nacional irresoluble tendrá probablemente consecuencias perennes, pero también debería ser el síntoma que alertase de la deriva populista a la que un partido de la socialdemocracia europea está conduciendo a la cuarta economía del continente.
España conserva la esperanza en el vigor de su cultura democrática, de su sentido de la responsabilidad ciudadana y de la conciencia moral compartida en torno a unos valores. La sentencia del Tribunal Supremo que esta semana descabalgó a Magdalena Valerio de la presidencia del Consejo de Estado tras un recurso de la Fundación Hay Derecho -cuya secretaria general es nuestra colaboradora Elisa de la Nuez– es algo más que una nueva desautorización al Gobierno: representa un éxito de la sociedad civil y una puerta abierta a que las entidades que contribuyen de manera independiente y sin ánimo de lucro a un interés público y social puedan incorporarse a la imprescindible tarea de establecer límites a la arbitrariedad del poder. Así sucede en las democracias más avanzadas, que es a lo que los ciudadanos aspiran.